miércoles, 1 de junio de 2016

Psicosemiótica

Darrault-Harris, Ivan y Jean Pierre Klein
Psiquiatría de la elipse. Aventuras del sujeto en creación
Lima. Universidad de Lima. 2016


Siglo XXI, gente. Mezclar psiquiatría, semiótica, antropología y psicoanálisis en un mismo proyecto ya no es un arroz con mango. O más bien, será que ya aprendimos a ver el arroz con mango como plato gourmet. Porque si la semiótica analiza discursos, y si todo es discurso todo (desde las voces internas de un esquizofrénico hasta la Fiesta de la Candelaria, pasando por un partido de rugby o una web porno –que ya sabemos qué está viendo usted en la otra ventana del navegador-), ¿por qué el análisis de todos y cada uno de estos no puede resultar una herramienta efectiva para llegar a soluciones de diversos tipos y grados? Visto así, tal vez el paso de la locura a la normalidad no sea otra cosa que un cambio de posición del discursante, de enunciatario a enunciador, dentro de la estructura discursiva; o tal vez estemos todos enajenados de relatos y un análisis bien hecho nos da las herramientas para librarnos, justamente, de esta telaraña cultural que tanto nos psicopatologiza.
  
Pues bien, a propósito de todo esto, he aquí otro interesante esfuerzo editorial de la Universidad de Lima. No hay que ser psiquiatra ni semiólogo/semiótico para que un libro con un nombre tan poético (“Psiquiatría de la elipse”, ni a Carpentier en ácidos se le hubiese ocurrido) y traducido nada menos que por Desiderio Blanco se nos haga irresistible.

El libro que nos convoca, de Ivan Darrault-Harris y Jean Pierre Klein, está escrito en clave poema de Eielson, estilo “he aquí el amor pero mejor hablemos de esta puerta”. Antes, durante y después de abordar un tema o cualquier idea, los autores se despachan como quieren con otros temas e ideas que tienen que ver, que son necesarios y que enriquecen la lectura y al lector. Y cuando abordan estos, surgen a su vez otros y otros y otros hasta que se forma el salpafuera del mandala temático. Sumémosle a esto los pies de página y las notas del traductor, todo reproduciéndose como por esporas, y agreguemos la necesidad del lector de hacer pausas para buscar en el diccionario (o en Wikipedia) desde términos extraños hasta condiciones psiquiátricas y enfermedades biológicas, pasando por literatos, directores de teatro y pintores franceses recontracaletas. ¡Hay que ser un Federer de la concentración para no terminar yendo y viniendo por todo el libro sin poder terminar de leer siquiera un capítulo!

A mí, que ni semiólogo ni mucho menos psiquiatra, me sirvió mucho leer un par de veces el índice e ir a las páginas cuyos (sub)(entre)títulos me llamaron la atención. Así que me animo a hacer algunas recomendaciones para lectores inadvertidos: antes de leer nada, si no tienen idea de qué va el libro y el título les suena a canción de Kirsten Bråten Berg, pueden empezar atacando la página 88 porque ahí está todo, o por lo menos el 88% de todo, empezando por la necesaria explicación sobre qué es la psiquiatría de la elipse (en otras partes también lo hacen, pero allí está más amigable).

Página 88 de la "Psiquiatría de la elipse" (Universidad de Lima, 2016)

De ahí, se puede echar un ojo a las páginas 74-80 inclusive, donde es explicado el recorrido generativo y cómo este es adaptado a los casos por presentarse. De ahí, sería bueno otra inmersión en el tema del libro: “la psiquiatría de la elipse es una metodología” (pp. 297-304) y continuar con el capítulo tercero, una especie de manifiesto psiquiatroelíptico infantojuvenil, que dice entre otras cosas fundamentales que “el proyecto consiste en desencadenar un proceso más que en explicar la patología del sujeto” (p. 141). Puede resultar útil entonces ir a las páginas 225-226 para revisar algo de la gramática del discurso de J.-C. Coquet, que contiene una parte medular de la postura del libro en cuanto análisis. Una última ojeada, esta vez al protocolo psicoterapéutico de esta interesante metodología (pp. 299-304), tampoco está de más. De ahí, fique à vontade con los subtítulos que le llenen el ojo. Luego de eso, podéis ir en paz por todo el texto, de principio a fin, que os delectará por completo.

Los casos, cuando por fin aparecen, se dejan leer solos. Están muy bien narrados, todos tienen principio, nudo y desenlace (no todos tienen final feliz, cabe agregar). Lo interesante, para un lector promedio, es que algunos aspectos de la casuística están mostrados como cosas normales en la vida de los pacientes, en tanto humanos y no enfermos (cuidandos, que les llaman); la psiquiatría de la elipsis evita patologizarlo todo y sacar conclusiones a priori, entre otros motivos para evitar la superposición del consciente del cuidador y, por ende, evitar una relación de poder a su favor; algo que se repite como mantra casi página tras página es que el ejercicio del poder es una tentación que debe vigilarse permanentemente en uno mismo cuando se cuida pacientes.

Bajo esta premisa, no es difícil identificar nuestras propias (a)normalidades a partir de la lectura. Personalmente, varios fantasmas comportamentales propios se me fueron apareciendo y desapareciendo; en este caso, opté como terapia elíptica leer y escribir estas líneas en paralelo (siguiendo la lógica de la metodología, se trata de producir discursos “liberadores”).

Los esfuerzos de los psiquiatras y cuidantes (liderados, aparentemente, por Klein) a veces tienen éxito (con Kathryn, por ejemplo) y otras no (Elvis, quien por su comportamiento agresivo fue casi literalmente raptado por el Estado francés e internado con predelincuentes adolescentes... en todas partes de cuecen funcionarios imbéciles, LQQD). Por otro lado, el semiótico (en este caso más bien semiólogo) Ivan Darrault-Harris realiza análisis del discurso de sesiones significativas por cada caso, así como análisis de los discursos de los participantes, de lo que dicen y hacen y callan u otorgan. Y como le de igual ocho que ochenta, lo analiza todo y a todos, desplegando las herramientas de la semiótica (cuadro semiótico, recorrido generativo y otras que ya escapan de mi limitado conocimiento de la materia) a su gusto y según la necesidad de lo abordado. Nunca he visto a nadie hacer un análisis (del discurso) con tanta libertad teórica. Al final, en esa maraña de actores actantes y enunciantes enunciadores, desembragados o no, surgen aparentemente las claves del éxito próximo o pasado de las terapias: precisamente, se trata de no emprender una terapia  psiquiátrica tradicional de relación vertical: esto es psicoanálisis circular, o más bien elíptico, en el cual el paciente tiene tanto poder de decisión, bajo ciertas reglas claro está, como los médicos y cuidadores. Y se retroalimentan mutuamente en ambientes llenos de libertad creativa y analítica, además, porque “(u)na semiótica de la terapia debería ser también una semiótica de la construcción del marco terapéutico, del ‘laboratorio natural’” (p. 84).

A estas alturas, veo que estoy obviando algo fundamental: los cuidandos son niños y niñas, adolescentes y jóvenes psicóticos, psicópaticos, bulímicos, anoréxicos y demás calificativos diagnósticos. La psiquiatría de la elipse experimenta, en el buen sentido de la palabra, a favor de niñas y niños que presentan problemas de adaptabilidad al medio, para poder re(tomar)(significar) sus propias vidas. Para el “psiquiatra elíptico”, por decirlo de alguna manera, ellos no son enfermos, a veces ni siquiera son pacientes; son solo cuidandos, (no tan) en el fondo, niños, niñas, adolescentes, jóvenes.

Cuando llega al capítulo consagrado a Beatriz, no queda más que reconocer que no solo se trata de un libro interesante en lo teórico; también es bonito, deleitante y, por sobre todo, edificante en todos los sentidos de la palabra. La historia de Beatriz, las historias en torno a ella, las historias que relata, las que inventa y la historia de su terapia, todas ellas pueden ser en sí mismas un libro aparte. Un capítulo posterior nos explicará algo que no resulta evidente para la mayoría de personas (me incluyo): el objetivo del análisis del discurso y de la terapia (ya, por último, el objetivo de la vida) no debe ser explicar y concatenar patologías. Se trata de trazarse una meta, el estar y sentirse sano, transferir el estado de bienestar, hacer que el sujeto “se conjunte” con dicho estado; es decir, llenarse de sentido uno y llenar la vida de sentido. Solo así tiene sentido analizar un discurso: cuando ese análisis es el del discurso del proceso y/o del estado en que la persona es sujeto de sentido, actante de sus propios querer hacer y hacer hacer. Cualquier cosa que produzcamos y luego analicemos (o no), desde un mito hasta una jugada de rugby, una fotografía o una sonata para piano y violín, se trata de eso mismo: dar sentido, significar, expresarse, comunicar. ¡Vivir! Y la única forma de que el enajenado (el no-sujeto de su propio discurso) encuentre y entre en contacto con la realidad es impulsar la organización de su interpretación de la realidad en un discurso estructurado con actantes, destinador, enunciante y enunciador. Parafraseando la idea de “familia fría” de Lévi-Strauss, podríamos hablar de la apropiación de un discurso frío (¿acaso algo similar a los mitos?, podríamos preguntarnos, en una graciosa elipsis metafórica que nos devuelve a Lévi-Strauss), del cual el enajenado se encuentra disjunto; la meta de la terapia es la conjunción mediante la estructuración de los fragmentos que, en su naturaleza fragmentaria, lo enajenan. ¿Se entendió?

Para ponerlo en términos de los autores, la lectura de este libro funge como elemento liberador en tanto el lector se descubra constantemente como sujeto susceptible de haber vivido, en mayor o menor grado, lo mismo que vivieron los protagonistas de los casos presentados. “La psicoterapia conjuga el hecho de reencontrarse a sí mismo, de manera más o menos disfrazada, con reencontrarse con el otro (interlocutor), con reencontrar al Otro en sí, con reencontrar al hombre en sí” (p. 292). Igual que la lectura, la asistencia a una obra teatral, la contemplación de una obra de arte o la escucha de una pieza musical; en tanto uno se deje interpelar/atravesar por todo eso, podrá tener cierto grado de conciencia de lo que sucede en sí mismo, en su interior, y de cómo exterioriza ciertas cosas. Y, más aún, una psicoterapia elíptica es, precisamente, la que garantiza ese encuentro al colocar a la persona que la recibe en otro plano, esta vez en el de sujeto de sus propias creación y producción artística. El procedimiento, que es complejo, se explica mejor entre las páginas 306 y 307.

Todo esto, pese a lo que parece, es a Coelho lo que la novena de Beethoven a un pedo. El recorrido realizado es bastante difícil y muy poco recomendable sin asistencia profesional, dígase de paso. Y además aquí se da cuenta de problemas reales y serios, no de first world problems ni de habitantes de Nueva York, así que si no sabes quién se robó tu queso, este libro no es para ti (igual, no lo vas a entender un carajo). Aquí la complacencia hacia uno mismo y hacia los demás, la patologización y la pasadita de mano por la cabeza están fuera de lugar.

Esto es psicosemiótica porque es la semiótica la que dará orden a lo expuesto, a lo oculto y a lo profundo. Obviamente, es una apuesta arriesgada porque siempre será una “interpretación de”, pero mientras el terapeuta y el semiólogo sean conscientes de ello, todo marchará viento en popa. Los autores han mostrado solo la punta del iceberg y prometen profundizar esta relación en un próximo libro.

Beatriz, Kathryn, Yann y Elvis son algunos de los personajes con quienes, a pesar de estar inscritos en semejante ladrillo teórico, uno termina empatizando como si fueran la mamá de Colmillo Blanco (si han leído la novela de London, saben a qué me refiero) en esa búsqueda del sentido de la vida propia y en ese encuentro con la otredad y su respectiva (re)significación. La historia de cada uno de ellos es un mito, en toda la extensión antropológica de la palabra, y ese mito es el que debe construirse, (re)significarse y analizarse.

Por cierto, y esto es algo que los mismos autores advierten, todo esto se trata de una especulación científico metodológica. Que haya servido para traer a los pacientes infantojuveniles hacia este lado de la realidad (asumiendo que “este lado”, el nuestro, es el correcto), no es algo reñido con el tremendo grado de cuestionamiento ante el cual está consciente y deliberadamente abierta dicha especulación.

Y a estas alturas, debería quedar clara cuál es la clave de la psiquiatría de la elipse. Pero por si aún no lo está, es mejor llegar a la página 311 luego de todo el recorrido por el texto (recomendación: no la lean antes de tiempo, ¡evíten el espoiler!).

¿Errores de estilo en esta edición? Bueno… salvo que “coteraputa” (p. 121) exista en la jerga psiquiátrica, podríamos hablar de un acto fallido freudiano del ínclito traductor, y ya si nos ponemos psicoanalíticos… mejor lo dejamos ahí nomás ;-P

Por lo demás, creo que nadie tendría autoridad moral ni laboral para objetarle el estilo o la ortografía a Desiderio Blanco. Yo, con muchísimo menos razón. Y del libro, solo habría que objetar ese capítulo VI tan innecesariamente largo y retórico (pese a que es el más breve, se prolonga en divagaciones); todas las dilaciones del libro están perfectas, pero en ese capítulo como que pierden el encanto. Menos mal que inmediatamente después viene el bello posfacio de Ricœur para devolvernos algo de la poesía de forma y fondo que caracteriza al resto del texto.


Sería bueno que, más allá de los y las psiquiatras y semiólogos y de uno que otro curioso, libros como este (aunque tal vez con explicaciones teóricas más amigables) sean objeto de lectura de la gran mayoría. Hay entretenimiento, reflexión y hasta moralejas. Tal vez la “Psiquiatría de la elipse” es un best seller en un universo paralelo... en el cual sería ficción, por supuesto, por ser innecesaria la terapia en ese universo feliz :-)

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